Por: Santiago Camacho
Seguramente todos hemos escuchado de la demencia senil, dolencia asociada a los adultos mayores que se produce por varias causas fisiológicas. La demencia en sí no es una enfermedad específica sino un sinnúmero de consecuencias del deterioro de las funciones cerebrales en todos sus lóbulos y produce varias afecciones como: confusión mental, pérdida de memoria, deterioro intelectual, desorientación, deterioro de las funciones motoras, etc. La literatura parece quedarse corta cuando eres testigo del padecimiento de este trastorno en un familiar, la experiencia es profunda, el viaje es largo, la resignación inevitable.
Son más de 5 años que mi padre empezó a presentar los primeros síntomas de este padecimiento, que se reflejó en claros signos de desorientación y desequilibrio. ¿Qué hacemos en el mar mediterráneo? Me preguntó sentados en la playa de Tonsupa. ¡Si me dejas aquí no sabría cómo regresar a la casa!, fueron las últimas palabras que recuerdo haberle escuchado cuando me acompañaba en el carro mientras pasábamos frente a un conocido centro comercial camino a casa. De repente estás caminando en un sitio sin obstáculos y, sin razón aparente, se tropieza y cae.
A partir de ese momento su mirada empezó a perderse, nunca más pudimos conversar porque perdió el razonamiento y el habla, y en pocos meses más perdió el equilibrio que lo condenó a una silla de ruedas. Y en ese momento te preguntas cómo ese ser imponente, de personalidad inquebrantable y, que admiras desde que tienes uso de razón, se convierte en un ser frágil, dependiente, es ahí cuando los papeles se invierten. Ya no tienes a quien acudir por refugio paternal, tu necesidad de consejo se vuelve un recuerdo de todos lo que recibiste, y aquel ser que hasta hace poco te cuidaba pasa a depender de las manos de otros para sobrevivir.
Lo más largo de este viaje ha sido la resignación. El orden natural de la vida es que los hijos enterremos a nuestros padres y espero hacerlo cuando el momento llegue. Lo difícil es resignarse a despedirse de alguien que aún no ha partido, a recibir consuelo en una tibia y dulce sonrisa confusa, a persignar la existencia de tu ser querido a que te fije la mirada por unos segundos con la esperanza de creer que te ha reconocido y por eso sonríe y, sobre todo, la resignación de saber que el momento de irse, que es inevitable, es a veces muy largo. La resignación de saber que aunque tu ser querido sigue aquí físicamente, su mente ya partió. Padre ¡Buen viaje!